Jorge Luis Borges: Borges y Yo / Borges and I


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Self-Portrait with Eyeshade: Jean-Baptiste-Siméon Chardin, 1775 (Musée du Louvre, Paris)



The other one, the one called Borges, is the one things happen to. I walk through the streets of Buenos Aires and stop for a moment, perhaps mechanically now, to look at the arch of an entrance hall and the grillwork on the gate; I know of Borges from the mail and see his name on a list of professors or in a biographical dictionary. I like hourglasses, maps, eighteenth-century typography, the taste of coffee and the prose of Stevenson; he shares these preferences, but in a vain way that turns them into the attributes of an actor. It would be an exaggeration to say that ours is a hostile relationship; I live, let myself go on living, so that Borges may contrive his literature, and this literature justifies me. It is no effort for me to confess that he has achieved some valid pages, but those pages cannot save me, perhaps because what is good belongs to no one, not even to him, but rather to the language and to tradition. Besides, I am destined to perish, definitively, and only some instant of myself can survive in him. Little by little, I am giving over everything to him, though I am quite aware of his perverse custom of falsifying and magnifying things.

Spinoza knew that all things long to persist in their being; the stone eternally wants to be a stone and the tiger a tiger. I shall remain in Borges, not in myself (if it is true that I am someone), but I recognize myself less in his books than in many others' or in the laborious strumming of a guitar. Years ago I tried to free myself from him and went from the mythologies of the suburbs to the games with time and infinity, but those games belong to Borges now and I shall have to imagine other things. Thus my life is a flight and I lose everything and everything belongs to oblivion, or to him.

I do not know which of us has written this page.





Self-Portrait: Samuel Palmer, 1825 (Ashmolean Museum, Oxford)



Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.





Self-Portrait: Jean-Baptiste Camille Corot, c. 1825 (Musée du Louvre, Paris)

Jorge Luis Borges: Borges y Yo / Borges and I, from El Hacedor (The Maker), 1960, translator unknown